Texto aparecido en «Joaquín Achúcarro: Homenaje de 75 pianistas españoles por sus 75 años de carrera». Puedes leer este número especial de Platea Magazine completo aquí
Hace unas semanas, en una entrevista radiofónica maravillosa en “Sinfonía de la mañana”, Antonio Muñoz Molina decía a Martín Llade que “en la música, y casi en cualquier cosa, una persona joven necesita un modelo de aprendizaje”.

Yo era aún adolescente cuando acudí a los cursos de verano en Torroella de Montgrí que impartía el maestro Achúcarro. Luego desgraciadamente perdí el contacto, pero allí viví por primera vez muchas de las experiencias que me acompañarían durante toda mi formación musical. Conocí a estudiantes de todo el mundo, pianistas que han construido una carrera muy relevante y ahora forman parte de mi discoteca. Y me encantaba acudir cada noche a los conciertos del Festival: no olvidaré a mi amiga Mami Morimoto, japonesa, escuchando boquiabierta a Carmen Linares cantando a Falla y a Lorca en la plaza del pueblo, bajo las estrellas…
Estudiábamos mucho, pero la energía que teníamos en aquel momento nos bastaba y nos sobraba para quedarnos noches enteras en vela, en ese pueblecito que revolucionábamos cada verano. Las aulas de estudio, situadas en torno al claustro del Convento de los Agustinos, no eran muchas. Una mañana más perezosa de lo habitual, cuando llegué ya no quedaba ninguna libre. Recuerdo sentarme primero en las arcadas del piso superior del claustro, me encantaba ver desde arriba el patio arbolado, el pozo… aunque me sentía un poco culpable por no haberme levantado a tiempo. Las clases empezaban a las 11, pero el día del maestro empezaba siempre mucho antes: Achúcarro estudiaba cada mañana un par de horas en la sala donde impartía los cursos, antes de concentrarse en nuestra formación.
La puerta estaba entreabierta esa mañana y sonaba una melodía que inmediatamente identifiqué: el Concierto en Sol de Maurice Ravel, una de las músicas más maravillosas jamás escritas. Me fui acercando al teatrillo y me senté en las escaleras que daban entrada a la sala, al fondo estaba Achúcarro, estudiando los últimos compases del segundo tiempo, con ese trino interminable y ese pianísimo imposible con el que el movimiento debe terminar. Volvía una y otra vez al pasaje, como si cada una de esas notas repetidas hasta el infinito tuviera vida propia de forma independiente a todas las demás. No sé cuánto tiempo estuvimos así, él concentrado en la música de Ravel y yo ensimismado tras la cortina de entrada, escuchando.
El otro día Carolina Bellver, alumna del maestro en Dallas junto a otras pianistas fantásticas como Marta Espinós o Lucille Chung, compartía una fotografía en redes preciosa: Achúcarro estudiando en penumbra, con una cámara iluminando el teclado y mostrándole la posición de sus manos en una pantalla frente a sus ojos. Una vida entera dedicada a este oficio y siendo modelo para tantas generaciones. Gracias.